
Sabemos que la inteligencia es la capacidad de percibir o inferir información, y retenerla como conocimiento para aplicarla a comportamientos adaptativos dentro de un entorno o contexto. Pero, ¿es posible medir la inteligencia?
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En el presente artículo trataremos el tema de la medición de la inteligencia.
¿Se puede medir la inteligencia?
Como es de suponer, es bastante difícil que una única persona sea brillante en todos y cada uno de estos aspectos. En este sentido, surge la pregunta de si la inteligencia puede medirse en función de este tipo de características y cómo se evalúan las mismas. Es decir, si una persona posee un alto grado de conocimiento emocional, creatividad, pensamiento crítico y resolución de problemas, pero tiene bajas capacidades en aprendizaje, razonamiento o capacidad lógica, ¿sería igual de inteligente que alguien con las capacidades contrarias? Para responder a esta pregunta de modo rotundo deberíamos poder medir la inteligencia, lo que se traduce en evaluar cada uno de los factores que la componen y delimitar qué importancia tienen unos sobre otros o si son de igual relevancia.
Es de sentido común darse cuenta de que esto no es posible. No obstante, la inteligencia se ha intentado medir y así se hace actualmente, aunque los instrumentos de medición y los resultados obtenidos de los mismos sean de dudosa fiabilidad.
¿Cómo se mide la inteligencia?
Como hemos comentado, aunque existen pruebas de medición de inteligencia, como son los test de CI (cociente intelectual), estos no son más que instrumentos que cuantifican algo que, en realidad, no puede ser cuantificado.
En este sentido, Edwing G. Boring (psicólogo de la Universidad de Harvard), en 1923, declaró que “la inteligencia es aquello que miden los test de inteligencia”.
Y esto es porque los parámetros que mide una prueba de estas características están sesgados por las capacidades educacionales culturales y no incluyen todos los parámetros deseables. Asimismo, se cuantifican los resultados de unas evaluaciones que bien se pueden entrenar previamente. Es decir, no estaríamos realmente calculando la inteligencia de una persona sino su capacidad para desenvolverse en unos ejercicios determinados.
La validez estadística de las pruebas de CI es controvertida hasta el punto de que muchos científicos califican esta metodología como pseudociencia, ya que se emplean elementos que pueden ser ajenos a la capacidad intelectual de una persona y olvida otros que sí pueden aportar validez a la medición. Además, medir este tipo de capacidades a nivel numérico es, hasta el momento, imposible, ya que sería equiparable a medir la imaginación de una persona.
La inteligencia es un concepto tan amplio que no puede ser dividida en factores aislados, por lo que, actualmente, el CI no se utiliza como sinónimo de poseer inteligencia, sino como un estimador de las capacidades de una persona en diferentes áreas de competencia.
Actualmente se utiliza el test Stanford-Binet para medir la inteligencia, pero no queda libre de numerosas críticas que afirman que los resultados obtenidos no son más que artefactos estadísticos.
Uno de los grandes inconvenientes de este tipo de instrumentos es que se centran en elementos tales como el razonamiento lógico y abstracto o la fluidez verbal. Esto solo pone de manifiesto que una persona está capacitada para resolver un problema matemático o tiene soltura lingüística. Es decir, parámetros que pueden ser aprendidos, ensayados y estudiados. Y sí, se puede preparar un test de inteligencia, como se prepara un examen, de modo que, a través de la realización de los ejercicios que lo componen repetidamente, podamos sacar más puntuación que sin este entrenamiento. ¿Seríamos, pues, una semana antes de comenzar este entrenamiento, menos inteligentes que después? Obviamente, no.
¿Cuándo se comenzó a medir la inteligencia?
A lo largo de la historia la inteligencia es un elemento que ha tratado de medirse. Las culturas antiguas, así como la tradición, relacionaban la inteligencia con el tamaño de la cabeza de una persona. Pero no fue hasta el siglo XIX cuando el concepto de inteligencia intentó cuantificarse científicamente.
Uno de los pioneros fue Samuel G. Morton (1799-1851). Este teórico formó parte del movimiento denominado “racismo científico” que afirmaba que la capacidad intelectual de una raza dependía del tamaño del cráneo. Cuanto más grande, más inteligente. Morton comenzó a compilar cráneos para llevar a cabo diferentes mediciones, rellenándolos con perdigones de plomo para estipular el volumen cerebral que poseían. Y todos intuiremos los derroteros que siguieron los estudios de este señor. Efectivamente, Morton pretendía demostrar que el grupo racial caucásico era el más inteligente sobre el resto de las razas. Así, realizó mediciones con diferentes cráneos hasta demostrar su teoría: el cráneo de un señor inglés o alemán tenía un tamaño medio de 1.508 cm³, frente a los 1.344 cm³ de los chinos, los 1.295 cm³ de los indígenas del continente americano y los 1.229 cm³ de los negros de Botsuana. A estos último, al tener el cráneo más pequeño, los calificaba como de inteligencia sumamente inferior. Posteriormente, y como no podía ser de otra forma, se demostró que Morton manipuló los resultados.
A Morton lo siguió Galton, que se basaba en la popular selección natural para avalar sus teorías, aprovechando el best seller “El origen de las especies”. De este modo, para Galton las personas más inteligentes presumían de una biología superior. Este señor acuñó el término nature and nurture (“naturaleza y cultura”) y apoyó la eugenesia con el fin de minimizar la reproducción de seres tontos.
Por otra parte, Paul Broca (1824-80) retomó las teorías de Morton, afirmando que los cerebros de las personas eminentes eran más pesados y superior en tamaño que el resto. Broca realizó mediciones por las que el cerebro medio de los europeos tenía un peso de entre los 1.300 y los 1.400 gramos. En estos estudios pesó el cerebro del novelista ruso Iván Turguénev, que pesaba 2.000g, y del escritor estadounidense Walt Whitman, que pesaba 1.282g, peso equivalente al del cerebro de los negros. ¿Cómo era posible esto? Su repuesta fue que el novelista estadounidense no sería tan brillante como se suponía. A la muerte de Broca su cerebro también fue pesado con un resultado de 1.424g, que equivalía a un peso medio bajo dentro de su baremo. Parece ser que su propio método de medición no lo dejó en muy buen lugar.
No fue hasta el siglo XX cuando aparecieron los test de inteligencia de mano de Alfred Binet (1857-1911). Esta vez ya no se utilizaban perdigones ni cinta métrica, ni pesos para medir la inteligencia, sino una serie de pruebas que, según el psicólogo, identificaba a niños con problemas de aprendizaje. Así, se seleccionaron un compendio de tareas breves de la vida cotidiana que implicaban procesos como la comprensión, la memoria, la creatividad o la capacidad crítica. A cada tarea le atribuyó una “edad mental” que se comparaba con la edad cronológica de la persona.
Esta prueba de aptitudes sentó las bases para los futuros test de inteligencia que hoy día conocemos y se acuñó el concepto de CI (cociente intelectual).
A pasar de que, actualmente, se continúan utilizando los instrumentos que miden el CI, este tipo de pruebas no mide realmente lo que es la inteligencia, sino una serie de capacidades que se presumen que forman parte de la misma, sin que esto último sea del todo objetivo o empírico.
Tras probar este tipo de evaluaciones en el ejército y en otros contextos, los test de inteligencia quedaron relegados al ámbito escolar para medir el rendimiento de los alumnos y sus capacidades. Este procedimiento ha sido muy criticado puesto que se argumenta que este tipo de valoraciones se empleaba para justificar hipótesis genéticas en las que la inteligencia sería una cualidad única y fija. Aun así, los test de inteligencia siguen utilizándose.
Actualmente, la mayor parte del círculo científico no admite la validez de los test de inteligencia, sobre todo por la parcialidad de los mismos. En este sentido, se considera que este tipo de pruebas únicamente es capaz de valorar una parte de lo que se considera social o coloquialmente inteligencia, lo cual daría unos resultados poco fiables y en gran medida sesgados. Asimismo, la fiabilidad de los test de CI es baja, porque son vulnerables a condiciones personales y ambientales como el estado de ánimo, la salud o la cultura de la persona que los realiza.
Así, una persona con el CI muy elevado puede comportarse torpemente y ser bastante incompetente en su área social o laboral, mientras que una persona con un CI bajo demuestra competencia en su vida en general. El CI, por consiguiente, no mide realmente la inteligencia ni mide la capacidad mental de las personas.
Psicodifusión es editada por los psicólogos Paula Borrego y Juan Miguel Enamorado Macías
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