De necio a genio: la demostración de lo imposible o cómo se descubrió el prión

Priones-psicodifusion

Ola de incredulidad y escepticismo (y alguna que otra mofa) en el círculo científico en la década de los 80, cuando se propuso que cierto tipo de enfermedades degenerativas del sistema nervioso central en animales, y más raramente en el hombre, no estaban provocadas por virus o agentes infecciosos externos.

Hasta el momento se habían estudiado una serie de enfermedades del sistema nervioso central cuyo origen era desconocido.

El enigma

Determinado tipo de enfermedades del sistema nervioso central y de origen desconocido eran de carácter contagioso, es decir, podían ser trasmitidas de un animal a otro o de una persona a otra, aunque otras parecían heredarse.

En este sentido, y de acuerdo con el dogma vigente hasta el momento, los agentes de enfermedades transmisibles requerían material genético, compuesto por ácido nucleico (ADN o ARN), el cual era imprescindible para que la infección se asentara en el huésped. Es decir, tenía que haber un virus o un agente infeccioso concreto que fuese el causante de la enfermedad.

Hasta la fecha, todas las enfermedades contagiosas que se conocían estaban provocadas por agentes con ADN o ARN

Stanley B. Prusiner propuso otra teoría hasta entonces impensable: lo que causaba estas enfermedades no tenía ADN o ARN.

El origen

Fue en la década de los setenta cuando un grupo encabezado por Tikvah Alper publica un informe en el que sugiere que el agente causante de alguna patología espongiforme (en concreto del prurito lumbar de las ovejas) podría carecer de ácidos nucleicos.

Se llega a esta conclusión porque los ácidos nucleicos suelen degradarse por radiaciones ultravioleta o ionizantes. Pero, por el contrario, cuando los ácidos nucleicos extraídos de cerebro infectado se habían destruido con este tipo de radiaciones, retenían su capacidad transmisora de la enfermedad. Si la entidad que la provocaba carecía de ADN y ARN, resultaba evidente que no se trataba de un virus o de cualquier otro tipo conocido de agente infeccioso, ya que todos ellos (bacterias, hogos, parásitos…) contienen material genético. Obviamente se trataba de un agente desconocido. Los investigadores propusieron desatar la imaginación, pero nadie aportó entonces una respuesta sólida.

Resolviendo el misterio

El primero en proponerse resolver el misterio fue Stanley B. Prusiner que, en 1974, desplegó un laboratorio con el objetivo de ponerle fin la incógnita.

El primer paso que siguió fue de origen mecánico: se dispuso a purificar el material infeccioso de los cerebros de animales afectados por la enfermedad (en concreto prurito lumbar) y analizó su composición.

En 1982 ya se habían hecho algunos progresos a través de extractos de cerebro de hámster con la enfermedad. Se habían sometido también los extractos a una serie de pruebas que, posteriormente, les revelarán la naturaleza del componente activo.

Todos los resultados obtenidos hasta el momento apuntaban hacia una conclusión desconcertante: el agente infeccioso del prurito lumbar (y quizá de enfermedades afines) carecía de ácido nucleico y estaba constituido sobre todo, si no exclusivamente, por proteínas. No había ADN ni ARN, pues al igual que Alper, Prusiner comprobó que los procedimientos degradantes de ácidos nucleicos no redujeron la infectividad.

Asimismo, las proteínas pueden ser tratadas de modo que se desnaturalicen, es decir, que pierdan parte de sus propiedades. Cuando Prusiner utilizó técnicas de desnaturalización sobre el misterioso agente infeccioso, éste mermaba en su eficacia de acción.

De este modo, se concluyó que la proteína era un componente esencial del enigmático agente.

Desenmascarando al agente

Los datos sobre la enfermedad de los que se disponían hasta el momento eran:
-Es contagiosa.
-Es neurodegenerativa.
-Es letal.

Los datos que se disponían sobre el agente causante eran:
-Carece de ADN y ARN.
-Está compuesto en su mayor parte por proteínas.

Dado que no se había descrito hasta el momento ningún agente que presentase estas características, Prusiner acuñó un nuevo término para designarlo y lo llamó “Prión”, para distinguirlo de virus, bacterias, hongos y otro tipo de agentes conocidos.

Sometido el prión a numerosos estudios más, se comprobó que estaba formado por un único tipo de proteína que Prusiner denominó “PrP” (“proteína del prion”).

A pesar de designar un nombre para el agente y descubrir su composición, la incógnita continuaba sin resolverse: si el prion carece de ADN y ARN, ¿dónde residen las instrucciones específicas de la secuencia aminoacídica de la PrP? Sin ella, el agente infeccioso no podría actuar.

Barajaron varias hipótesis como que podría tratarse de un fragmento no detectado de ADN que viajaba con la PrP.

La clave se la proporcionó la identificación, en 1984, de unos 15 aminoácidos en un extremo de la proteína PrP. Para acotar esta secuencia de aminoácidos contaron con la colaboración de Leroy E. Hood.

El conocimiento de la secuencia permitió construir sondas moleculares, o detectores, capaces de indicar si las células de mamíferos transportaban el gen PrP.

Con sondas producidas por el equipo de Hood, se demostró que las células del hámster portaban un gen para la PrP. Posteriormente se comprobó que las células del ratón también albergaban ese gen.

En un principio se pensó que el gen residía en los priones y que no había sido detectado con anterioridad. Pero no era así: el gen residía en los propios cromosomas del hámster, del ratón y de otros mamíferos, incluido el hombre (alojada en el brazo corto del cromosoma 20). La Prp se producía naturalmente sin que la enfermedad se desarrollase.

La solución: lo imposible queda demostrado

Ante la evidencia de algo que no parecía ser posible, la mayor parte de círculo científico aseguró que se había cometido un error. Muchos virólogos estaban molestos con tales afirmaciones, y no fueron pocos los que tacharon a Prusiner de necio: se alegó que la PrP encontrada en los cerebros infectados no tenía nada que ver con las enfermedades relacionadas con los priones. Pero cabía también la posibilidad de que la PrP se presentara bajo dos formas: una causante de enfermedad y otra inocua. Prusiner y su equipo no tardaron en demostrar que esta segunda interpretación era la correcta.

La clave decisiva fue la resistencia que la PrP encontrada en los cerebros infectados oponía a la degradación por proteasas, que son enzimas celulares. La mayoría de las proteínas de las células se degradan con bastante facilidad. Por tanto, sospecharon que, si existía una forma de PrP normal, inocua, ésta debería ser susceptible de degradación.

Ronald A. Barry fue quien identificó esta forma hipotética sensible a proteasas. Quedaba claro que la PrP causante del prurito lumbar era una variante de una proteína normal. A la proteína normal la llamaron “PrP celular” y a la forma infecciosa, resistente a las proteasas, “PrP del prurito lumbar” (scrapie PrP). Esta última expresión designa ahora las moléculas de proteína que constituyen los priones de todas las enfermedades semejantes al prurito lumbar que se dan en animales y en el hombre.

Más tarde se pondría en cuestión otra conclusión, que “partículas proteínicas infecciosas” (o “priones”) podrían ser el sustrato de enfermedades, hereditarias, espontáneas o contraíbles. Este comportamiento era un fenómeno desconocido.

Más asombroso aun fue comprobar el modo en el que se multiplican los priones (ya que carecen de ADN o ARN): convierten proteínas normales en moléculas patológicas únicamente con el contacto de una y otras, a través de la modificación de la forma normal sin ninguna modificación química asociada. Una analogía sería pensar que las PrP celulares “aprenden” de las PrP del prurito lumbar y comienzan a adoptar una conformación diferente a la suya propia.

La proteína del prion (PrP) suele ser inocua. En su estado benigno, la molécula se pliega en múltiples hélices. La PrP se torna infecciosa en su forma “scrapie” (un prion) cuando su estructura cambia el modo en el que se pliegan las hélices.

Los priones son responsables de afecciones contagiosas y hereditarias relacionadas con la conformación de las proteínas. Pueden causar también enfermedades esporádicas, en las que ni la transmisión de unos individuos a otros ni la herencia resultan evidentes.

Las enfermedades priónicas pueden contagiarse, heredarse o aparecer de manera espontánea

Las enfermedades de origen priónico son letales. Suelen recibir la denominación común de encefalopatías espongiformes, porque producen en el cerebro abundantes oquedades que le hacen adoptar una morfología similar a la de una esponja. Este tipo de patologías permanecen latentes durante años (décadas en el hombre) y se hallan muy extendidas entre los animales.

En los animales, los priones causan también la encefalopatía transmisible, la encefalopatía espongiforme de los felinos y encefalopatías espongiformes del ganado vacuno. Esta última, conocida a menudo con el nombre de “la enfermedad de las vacas locas”, es la más preocupante.

La enfermedad de las vacas locas está causada por priones

La forma más común es el “scrapie” o prurito lumbar, que se da en la oveja y en la cabra. El animal pierde la coordinación, hasta el punto de que no pueda mantenerse en pie. Se torna irritable y, en algunos casos, sufre un prurito intenso (picor) que le lleva a arrancarse la lana o pelo.

Las investigaciones sobre la encefalopatía espongiforme y el descubrimiento del prión le otorgaron a Prusiner el Premio Nobel de Fisiología en 1997.

 

 

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